El auto del Juzgado Central de Instrucción 5 de la Audiencia Nacional del pasado día 9 ha suscitado gran número de valoraciones, comentarios y reacciones. Entre ellas, las del posterior comunicado del Ministerio de Exteriores de Marruecos, en el que se subrayaba el “asombro” de las autoridades de aquel país ante “la inédita decisión judicial española”. Ciertamente, debería causar asombro -como mínimo- que hayan tenido que transcurrir tantas décadas para que dejara de ser algo desconocido, nuevo, el procesamiento de algunos de los presuntos responsables del “ataque sistemático contra la población civil saharaui por parte de las fuerzas militares y policiales marroquíes (…) con la finalidad de destruir total o parcialmente dicho grupo de población y para apoderarse del territorio del Sahara Occidental”, como considera indiciariamente acreditado este Auto. Y es que baste recordar que como se detalla en la querella presentada en 2006, desde que presuntamente se cometieron aquellos crímenes, “Marruecos ha (…) denegado y sigue denegando de forma permanente y generalizada el derecho a la tutela judicial de las víctimas”. Estamos pues ante una muy buena noticia.
No obstante, hay otro particular que temo que no ha causado similar sensación de sorpresa, pero que al menos a mí me ha dejado asombrado -como mínimo- y es al que quisiera dedicar este artículo.
En muchas referencias en los medios de comunicación, así como en diversas declaraciones de las autoridades españolas, se destacaba que este procedimiento era posible al tratarse de crímenes cometidos contra españolas. Por mejor decir, en varias ocasiones he leído, visto y oído que esta causa ha podido avanzar pese a la radical limitación que pretendió imponer la Ley Orgánica 1/2014 respecto al principio de justicia universal, en tanto que las víctimas eran españolas. En esta afirmación resuena buena parte de lo que hubo que escuchar cuando se nos presentó aquella infamia legislativa, y que ahora podemos resumir en algo que hace unos días repetía nuestro ministro de Exteriores en una entrevista: que los tribunales españoles no pueden “aplicar la justicia en 193 países afecte o no afecte a ciudadanos españoles”. Añadía el ministro que eso era “un disparate” y que en consecuencia “ellos lo habían tenido que cambiar”. Bien, vayamos por partes.
Lo primero que debe quedar claro es que, tras la modificación operada por la Ley Orgánica 1/2014, el artículo 23.4 a) de la Ley Orgánica del Poder Judicial dispone que nuestros tribunales no pueden enjuiciar ni los crímenes de genocidio, ni los de guerra, ni los crímenes contra la humanidad cometidos contra españoles fuera de nuestro país. No tienen competencia. O mejor expresado, con la Ley Orgánica 1/2014 el legislador ha querido establecer que no la tienen. La razón de semejante disparate -éste sí- no fue otra que intentar acabar con diversos procesos abiertos en España en los que había víctimas españolas, señaladamente el caso Tíbet. De ahí también que la Ley Orgánica 1/2014 ordenase el archivo de las causas entonces en marcha que no cumplieran con los nuevos límites que pretendió imponer.
El motivo por el que el procedimiento por el presunto genocidio cometido en el Sahara ha seguido adelante es otro. Para explicarlo debemos remontarnos a una decisión anterior de la Audiencia Nacional, el Auto de 15 de abril de 2014. Sin detenernos ahora en cuestiones técnicas, el hecho es que entonces se decidió continuar con el proceso no porque los crímenes se hubieran cometido contra españoles, sino porque se habían perpetrado en un territorio que era España. Es decir, pese a que la Ley Orgánica 1/2014 persiguiera el cierre de todas las causas por crímenes internacionales cometidos fuera de nuestras fronteras aunque sus víctimas fueran nuestros compatriotas, aquello no pudo alcanzar a este procedimiento: para hacerlo, debería haber previsto que nuestros tribunales no podrían enjuiciar crímenes como el genocidio o los crímenes contra la humanidad ni siquiera si se hubieran cometido en España. Lo cual habría sido un exceso incluso para nuestros actuales legisladores.
Aclarado lo anterior, volvamos al primer “disparate”, pero abramos el enfoque. Aunque el término justicia universal puede evocar algo entre la mística y la poética, su esencia es bastante sencilla de acotar: desde hace decenios se ha convenido en que existen unos crímenes en los que además de cada víctima individual, también lo es toda la Comunidad Internacional. De ahí que por citar un ejemplo, en 1946, en una de las primeras Resoluciones de la Asamblea General de la ONU, se afirmase que el genocidio es un “crimen internacional”, cuyo castigo “es un asunto de preocupación internacional”, ya que “conmueve la conciencia humana, causa una gran pérdida a la humanidad [y] es contrario a la ley moral y al espíritu y objetivos de las Naciones Unidas”. En consecuencia, lo que hay que preguntarse es: ¿quién debería entonces perseguir y enjuiciar a los responsables de este tipo de crímenes? Si la respuesta no fuera que todos y cada uno de los tribunales de esa misma Comunidad Internacional, sino sin ir más lejos, los del país del que fuesen nacionales sus víctimas individuales, convendría ser honestos y dejar de hablar de justicia universal. De hecho, eso no se denomina principio de justicia universal, sino de personalidad pasiva. Pero tecnicismos al margen, defender que ante atrocidades como un genocidio, ningún tribunal tiene nada que hacer mientras “no afecte a sus ciudadanos” es algo más que jurídicamente intragable.
En el caso de España, ya hemos visto que además es falso. Con lo que sin necesidad de acudir al poema de Martin Niemöller, valga otra pregunta, en cadena: ¿qué ocurre con las víctimas de estos crímenes internacionales si no obtienen justicia en el país donde se cometieron? ¿les indicamos que sólo les quedaría acudir a los tribunales del Estado del que son nacionales? Pero, ¿y si según las leyes de ese país esos tribunales carecen de cualquier competencia? ¿a qué tribunales podrían ir esas víctimas para lograr el amparo de la justicia? A ninguno, exacto.
En este punto, uno siempre podría alegar que acudan a la Corte Penal Internacional, manera de escurrir el bulto muy común por lo demás. Pero cualquiera que conozca, en lo jurídico y en lo fáctico, esta institución no podría tomarse tal aseveración más que como otro disparate. De hecho, la misma norma que creó esta Corte comienza recordando que no suyo, sino que “es deber de todo Estado ejercer su jurisdicción penal contra los responsables de crímenes internacionales”.
Así, sostener que ante crímenes internacionales como el genocidio, nuestros tribunales sólo podrían ejercer su competencia sobre la base del principio de justicia universal si las víctimas son españolas, ni es verdad ni tiene ningún sentido. Y por volver al inicio, y al tiempo a algo que siempre parece concitar el mayor interés y atención generales: ante el temor, el murmullo o la simple afirmación de que estos procedimientos no hacen sino dañar las relaciones entre unos u otros países, entre España y Marruecos en este caso, no responderé ahora más que con una pregunta final: ¿a las víctimas de los más horribles crímenes internacionales hay que decirles que olviden sus reclamos de justicia porque las autoridades de un Estado u otro pudieran molestarse o enemistarse con nuestro país? Yo, bajo ningún concepto podría hacerlo. ¿Puedes tú?
Este artículo fue originalmente publicado en el blog Contrapoder de Eldiario.es