El otro día un par de amigos abogados me comentaban que el hecho de no tener gobierno definitivo en España tenía como consecuencia positiva que no nos dieran más sustos los viernes. Día en el que se reúne el Consejo de Ministros, donde se han aprobado las leyes «mordaza», de tasas judiciales, reformas migratorias, etc., y que se había convertido en un estrés para los juristas. Más, si cabe, teniendo en cuenta que la «penalización» de nuestras sociedades está alcanzando unos niveles nunca antes vistos.
Recordemos, por ejemplo, otras reformas como las relacionadas con los delitos derivados de la conducción vial, que estemos o no de acuerdo con ellas, resultó en que lo que antes eran faltas administrativas, hoy son, en muchos casos, delitos de carácter penal. O lo que llegó a ocurrir con el tema de las basuras en Gipuzkoa y las propuestas sobre implantación de multas y control policial. Si uno hace el ejercicio de abrir cualquier diario español en internet y revisa su portada, verá que casi el 50% de los artículos están referidos a juicios penales de una u otra índole, semejándose estos cada día más al antiguo «El Caso», ejemplo, quizás, de que el Derecho Penal o, mejor dicho, la tendencia a punir desde la administración cualquier tipo de acto “irregular”, está cada vez más presente en nuestras vidas, independientemente del color de quien esté gobernando.
Caía recientemente en mis manos una conferencia de Evgeny Morozov en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), sobre «Democracia, Tecnología y Ciudad», en la que ponía un ejemplo interesante sobre Vancouver, lugar donde todo el mundo tiene perros, pero donde no hay manera de encontrar «residuos sólidos» producidos por estos, a diferencia de lo que ocurre en muchos otros lugares. Y esta circunstancia, afirmaba, no se daba por el hecho de que estuviera más o menos penado el «ensuciar» las calles, sino porque había una cultura cívica que auto-obligaba a los dueños de esos perros a mantener limpio el espacio público.
Cuando estudiaba Sociología del Derecho, recuerdo haber analizado aquellos sistemas de resolución de conflictos informales que todavía existían en zonas rurales de Euskadi. De hecho, si nos paramos a pensar, quienes nacimos en los 70 o antes, hemos crecido en ambientes en los que el castigo público que la sociedad daba a sus miembros era, en ciertos casos, más temido incluso que el pago de multas o ir a la cárcel. Por ejemplo, todos y todas teníamos más miedo al hacer trastadas a nuestros padres que a la Policía Municipal, y hasta el «camello» del barrio temía más el ostracismo al que era condenado por los vecinos que a la policía. Recuerdo casos de vecinos involucrados en narcotráfico que perdieron toda relación con sus convecinos y siguen ahí, apartados de la sociedad, pagando una doble pena décadas después, más dura aún, que la impuesta por los jueces. Pero también conozco quien, tras pasar años entre rejas, fue aceptado por esa misma sociedad que le otorgó una segunda o hasta una tercera oportunidad y no la desaprovechó.
Ciertamente, la censura social no es ninguna panacea y, de hecho, en ciertas ocasiones puede hasta ser foco de violaciones de derechos humanos, discriminación y marginación social. Sin embargo, la ausencia de esta y la excesiva «penalización» de la sociedad tampoco es la mejor manera de construir cohesión social. Exagerando un poco, pensemos cómo ha mudado nuestra vida en el día a día en relación a la percepción que tenemos sobre cómo somos ciudadanos con derechos y obligaciones. Antes, los vecinos de una comunidad se reunían para tratar temas cotidianos de «portal» y lidiar, por ejemplo, con los ruidos del «bar de abajo»; hoy, en gran parte, es un administrador profesional quien se encarga de denunciar al bar y enviar a su abogado,o a la policía, a hacer mediciones de ruido y ver si cumple o no con el reglamento europeo de turno o la normativa municipal que lo desarrolla. Antes, los padres discutían con los profesores sobre la evolución de los hijos e hijas; hoy, se envían mutuamente a sus abogados. Antes, no había quien implementase esas multas de 5 pesetas por jugar al balón en los soportales de las iglesias; hoy, cuidado con sacar un balón en cualquier parque, soportal o similar que no esté perfectamente adecuado para el desarrollo del deporte rey: cualquier caída puede representar una responsabilidad de carácter civil para la autoridad competente y por tanto, es mejor que nuestros hijos e hijas jueguen con sus tabletas y video-consolas.
Morozov ironizaba, en relación a los perros, sobre lo que podría ocurrir en una «Smart City» hiperinformatizada de las de hoy en día. En estas nuevas administraciones en las que la relación con el ciudadano es vía internet, GPS, SMS, tabletas y teléfonos móviles «Smart». Él decía que, seguramente, en vez de promover educación cívica y responsabilidad entre ciudadanos, contratarían una consultora «Smart» que analizaría la situación, probablemente identificaría los mejores lugares donde los perros gustan de aliviar y, tras sugerir la instalación de la última gran creación «Smart» de recogida, limpieza y reciclaje, cobraría un ‘pastón’ por un informe y sugerencias, que también costarían otro ‘pastón’, independientemente de que ésta sea o no tan efectiva o tan eficiente, o tan adaptada a la situación particular del lugar.
De hecho, tanto «Smart» estaría creando autismo ciudadano, pues ya no preguntamos por la calles, sino que miramos nuestro «X Map»; tampoco preguntamos sobre un dato concreto, tenemos nuestra «wiki»; y no hablamos sobre restaurantes, bares, librerías, etc., tenemos nuestro «XAdvisor». Nos perdemos en una jungla urbana sin los gadgets de turno, convirtiéndonos en inútiles si no hay cobertura, porque en esta ecuación «Smart», muchas veces falta alguien: la persona o el/la ciudadano/a. Relegada cada vez más a usuaria de redes informatizadas, desde las cuales se debe quejar siguiendo una serie interminable de opción «A»: pulse el botón 1. Creándose ese mundo perfecto para la administración en la que el ciudadano ya no molesta. Situación que, según Morozov, escondería un determinado tipo de sociedad y de valores que priman la individualidad del SMS y el Wi-Fi, frente a la colectividad de la conversación, el razonamiento, el acuerdo y la búsqueda de soluciones comunitarias. Por lo que me pregunto, ¿no será que en relación a la Justicia nos está ocurriendo algo parecido? ¿No nos estaremos encontrando ante situaciones que priman la individualidad de ciertos grupos frente a la colectividad en general, aprobando normas que ayudan a crear autistas sociales?
Yo, personalmente, creo que sí, y no sé hasta qué punto somos conscientes de que cuando esperamos una respuesta punitiva desde las instituciones de Justicia, lo que estamos haciendo es destruyendo otros canales de resolución de conflictos, de refuerzo de nuestra comunidad como colectivo y, de paso, aumentando la carga de trabajo de un Sistema de Justicia exhausto y sin medios adecuados. En este sentido, me llaman la atención positivamente programas relacionados con la Justicia Restaurativa en los que, yendo a contracorriente, y con profesionales ajenos al Sistema de Justicia, se intenta centrar la resolución del conflicto en la restauración o reparación de la víctima, a la vez que en la aceptación de la responsabilidad del victimario, ofensor o perpetrador. Creo que merece la pena apostar, primero por la educación cívica, y en su ausencia por alternativas al sistema ordinario. Si alguien no está de acuerdo conmigo, por favor, que no me envíe a su abogado: hablemos y debatamos sobre ello.