Defendiendo los derechos y las libertades civiles

Des-vistiendo la Burkinifobia

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Decía Blaise Pascal que “nunca se hizo tan perfectamente el mal cuando fue de buena voluntad”. El “derecho de injerencia” para liberar de buena voluntad a los oprimidos, civilizarlos con nuestras buenas costumbres, a la par que se proclama los valores universales de nuestras democracias, promete una solución fácil y demagógica para gestionar la diversidad en nuestras sociedades. Este tipo de actitud occidental de los hijos liberados de la Ilustración, dueños de su aprendizaje y autónomos, implica en ocasiones entender el mundo en clave de “nosotros-ellos” y dicha dicotomía conlleva una buena dosis de valoración con fuerte aroma a superioridad, seguida de generalizaciones ramplonas y una intensa desconfianza a lo ajeno. Esta actitud que impide reconocer la humanidad de los otros y disemina la intolerancia a lo que es diferente ha recorrido los medios de comunicación el pasado verano.

“El burkini no es una nueva gama de bañadores, una moda. Es la traducción de un proyecto político antisocial con el objetivo de someter a las mujeres” -apuntaba el Primer ministro francés, Manuel Valls, al brindar su apoyo a los alcaldes que decidieron prohibir esta prenda en más de treinta playas del litoral francés el pasado verano. En una entrevista al diario La Provence, Valls dejaba claro que “el bañador islámico, que cubre el cuerpo y el cabello, no es compatible con los valores de Francia y de la República”. Y aludiendo a otros precedentes legislativos restrictivos con indumentarias de signo religioso (la conocida ley de prohibición del velo en las escuelas del año 2004 y la llamada ley anti-burka del 2010) resaltó la necesidad de aplicar estas leyes antes de legislar sobre el asunto con carácter general, al tiempo que exigía de las autoridades musulmanas la condena del velo integral y “de los actos de provocación que crean las condiciones para la confrontación”.

Estas afirmaciones implican que el jefe del poder ejecutivo de un país (1) interpreta el significado de una prenda que lleva una mujer a título individual, (2) opone dicha prenda a los valores fundantes de una sociedad civil y a los principios inspiradores de la República, (3) valida las prohibiciones administrativas que limitan el ejercicio de varios derechos fundamentales y (4) exige de una confesión religiosa determinada que condene el tipo de prenda que llevan sus creyentes y, además, coincidan con él en que son actos que incitan a la violencia.

Algunos miembros del ejecutivo de Valls, como Laurence Rossignol, ministra socialista de Familia, Infancia y Derechos de la Mujer, lo respaldaba en una entrevista concedida a Le Parisien: “el burkini es muy perturbador por su dimensión política colectiva (…) es el símbolo de un proyecto político hostil hacia la diversidad y el empoderamiento”. Otros ministros discrepaban abiertamente tanto de las declaraciones de Valls como del activismo municipal anti-burkini. La Ministra de Educación, Najat Vallaud-Belkacem consideraba que la proliferación de decretos anti-burkini supone una “deriva política” que conduce a “dar rienda suelta al racismo y atizan el fuego en momentos de crispación por los atentados yihadistas. (…) No hay nada que establezca una relación entre el terrorismo y Daesh y la prenda de una mujer en la playa”. Y, en esta línea, el Ministro del Interior, Bernard Cazeneuve, aseguraba al diario La Croix que el Ejecutivo rechaza legislar sobre el burkini porque una ley contra ese bañador islámico sería «inconstitucional e ineficaz y suscitaría antagonismos y tensiones irreparables». Esta recopilación de declaraciones no es solo la muestra de la polémica del verano en Francia o una nueva muestra de la división política en el seno del gobierno francés, sino que ejemplifica cuestiones fundamentales muy presentes en la construcción de democracias plurales y cohesionadas desde (y en) la diversidad.

La primera torpeza de la clase política es catalogar esta prenda de baño como «una aparatosa vestimenta que indica una lealtad a movimientos terroristas que nos han declarado la guerra», en palabras de Thierry Migoule, del equipo municipal de Cannes. La cultura del miedo hace eco en líderes políticos con visión cortoplacista que buscan rentabilizar electoralmente una percepción de inseguridad generalizada señalando a la inmigración como un factor desestabilizador y amenazante. No en balde el expresidente Sarkozy, que había anunciado este verano su candidatura a las elecciones presidenciales de 2017, señaló en un mitin que si es elegido presionará para que el burkini se prohíba a nivel nacional porque llevarlo es un acto de militancia política, una provocación: “las mujeres que lo llevan están poniendo a prueba la resistencia de Francia (…) Nuestra identidad estará amenazada si aceptamos una política sobre inmigración que no tiene ningún sentido”.

La segunda torpeza, consecuencia inmediata de la primera, es la defensa a ultranza de lo propio como escudo protector y defensivo. Como decía el alcalde de Mandelieu-La-Napoule, una de las primeras localidades francesas que prohibieron el burkini: “ hay que recordar a los residentes musulmanes que, en primer lugar, son franceses y después de confesión musulmana», añadiendo que «nuestra República tiene tradiciones y costumbres que deben respetarse». El argumento de “nosotros estábamos aquí antes” es una forma de legitimidad sagrada, sustentada en la tradición de las costumbres en términos de M. Weber, difícilmente modificable porque la legitimación reside en una relación de dominación basada en la cultura. Desde esta retórica las sociedades no se definen en permanente construcción, ni abiertas, sino que las pautas monoculturales, favorecidas por las instituciones, se reafirman como los fundamentos de la identidad cultural-nacional, de modo que la capacidad para vivir juntos en la diversidad va mermando: sinónimo de infortunio.

El burkini desde la perspectiva de los derechos humanos

Le Monde describía como una victoria del Estado de derecho la decisión del Consejo de Estado francés por la que se anulaba la ordenanza municipal de Villeneuve-Loubet que prohibía cualquier prenda que de forma “ostentosa” manifestara una pertenencia religiosa susceptible de provocar altercados (en referencia al burkini). Los magistrados consideraron que toda restricción en el acceso a las playas y al baño debe ser “adaptada, necesaria y proporcional, basándose en las necesidades del orden público únicamente”. Solo se puede restringir las libertades en el caso de “riesgos probados” al orden público y de ningún modo utilizando “otras consideraciones”, en referencia al argumento de la laicidad que había sido sostenido por varios alcaldes. Estamos ante una restricción que afecta a la libertad de movimiento, a la libertad de conciencia, a la libertad de expresión y manifestación y al principio de igualdad y no discriminación.

La valoración del Consejo de Estado está en consonancia con el principio básico de los derechos humanos, en el ámbito internacional, sobre las medidas restrictivas al ejercicio de los derechos fundamentales, las cuales deben estar previstas en la ley y ser proporcionales. Eso quiere decir que cualquier limitación debe constituir una medida necesaria en una sociedad democrática para la seguridad pública, la protección del orden, de la salud y la moral pública o la protección de los derechos y libertades de los demás. La jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) ha tratado ampliamente los límites al derecho de libertad religiosa en numerosos casos del uso del velo islámico en sus distintas versiones (hijab, niqab, burka) y a la obligatoriedad de descubrirse la cabeza en los controles de seguridad aeroportuarios o en el acceso de determinados servicios administrativos. En el asunto Ahmet Arslan y otros contra Turquía (STEDH de 23 de febrero de 2010) el TEDH consideró que la restricción a la utilización en público de una túnica, un turbante y bastón que llevaban un grupo de hombres de confesión musulmana no había sido adecuada a derecho. Iban con el rostro descubierto, al igual que las mujeres que utilizan el burkini para el baño, y no se apreció que hubiera una amenaza al orden público o una “presión” a los demás por portar ese “tipo de vestimenta”.

El Consejo de Estado francés había advertido -con motivo de la Ley francesa núm. 2010/1192 de 11 de octubre de 2010 sobre la prohibición de la ocultación del rostro en los espacios públicos- de la necesidad de prohibiciones solo parciales en determinados contextos donde la seguridad, la tranquilidad y la salubridad públicas pudieran peligrar (controles de pasajeros, aeropuertos) y consideró que una prohibición genérica basada en el orden público no podría jurídicamente sostenerse si se refiere al conjunto del espacio público. Mucho menos si se justifica en el miedo o en el temor. Como señaló la jueza Tulkens (opinión discrepante) en el asunto Leyla Sahin contra Turquía: “Sólo los hechos y las razones indiscutibles, cuya legitimidad esté fuera de toda duda -nunca meras preocupaciones o miedos-, pueden justificar una necesidad social imperiosa que interfiera y limite los derechos garantizados en el Convenio. La jurisprudencia del Tribunal ha sostenido que las simples afirmaciones no bastan, deben ser sostenidas con ejemplos concretos”. Las ordenanzas municipales prohibiendo el uso de una prenda manifiestamente religiosa para preservar el orden público son una limitación del ejercicio de derecho de libertad religiosa, a la libre expresión y manifestación al desarrollo de la personalidad y a la autonomía individual. Ninguna autoridad pública puede restringir la elección personal de una apariencia, que es la expresión de la personalidad y de la vida privada, cuando no resulta probada que la restricción es necesaria en una sociedad democrática para la seguridad pública.

¿Contra la dignidad de las mujeres? ¿Son víctimas o agresoras?


La Observación General Nº 28 del Comité de Derechos Humanos (2000) relativa a la igualdad de derechos entre hombres y mujeres
 señalaba que las normas especificas que imponen a la mujer una forma de vestir en público pueden entrañar una infracción de diversas disposiciones del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP), en concreto, del artículo 18 si se obliga a la mujer a vestir en forma que no corresponda a su religión, del artículo 19 si se menoscaba su libertad de expresión y del artículo 27 si la vestimenta exigida está en contradicción con la cultura a la que pertenece la mujer.

Numerosas feministas en Francia se han preguntado ¿se puede luchar por el derecho de las mujeres a mandar sobre sus cuerpos con una prohibición? ¿es el velo en sí un símbolo más fuerte de sumisión a las ideologías patriarcales de lo que podría ser una falda, un tanga o un par de tacones altos? ¿Hay que despojarse del sujetador para ser libre? Pregunta que surge después de escuchar a Valls al afirmar que el burkini va contra los valores de Francia porque la República se representa con los pechos al aire al ser libre. De nuevo hay que recodarles a los paternalistas y a las milicias de las buenas costumbres que la libertad no se mide por la cantidad de ropa que alguien se quita o se pone. La lógica de la prohibición dirigida a un determinado colectivo, las mujeres musulmanas, victimiza a la mujer, la convierte en presunta terrorista y no le deja ninguna alternativa. Si la mujer es obligada por las autoridades religiosas o patriarcales a llevar burkini, y decide ir a la playa, será objeto de multa: o satisface la multa, o se queda en casa, o como tercera posibilidad, se deja imponer una tendencia de moda “civilizada”. Si las autoridades religiosas, el cónyuge o el padre, no tienen un ascendiente fuerte sobre ellas y deciden enfundarse el burkini, la elección libre de la personalidad de una mujer choca con la prohibición y sufrirá una sanción. Como pusieron de manifiesto estudios empíricos de la Universidad de Ghent y de la Open Society Justice Initiative, la gran mayoría de mujeres con velo deciden llevarlo como consecuencia de una elección personal y autónoma y grupos importantes de feministas han reivindicado su uso como una forma de emancipación. La lógica de la prohibición, usada por algunos representantes públicos y extendida en la opinión pública, conduce a una ilegítima intromisión en el contenido de la dignidad humana, que es personalísima e intransferible, y convierte la “liberación” de mujer en un instrumento de opresión.

¿El uso del burkini vulnera la laïcité francesa?

La laicidad es la no confusión entre las funciones estatales y las religiosas y la incompetencia de las autoridades públicas o administrativas para pronunciarse sobre lo religioso en cuanto sujeto de fe. Ninguna autoridad puede inmiscuirse en la esfera íntima de las creencias de los ciudadanos, ni en las motivaciones individuales para utilizar determinado tipo de prendas. El uso de un burkini para refrescarse en el mar o para jugar al voley playa debe quedar al margen de todo juicio jurídico. En palabras de la egipcia Doaa Elghobashy, de la selección femenina de voley playa, en los recientes Juegos Olímpicos de Río: “Ellas juegan con bikini y nosotras con ‘hiyab’, pero somos como todo el mundo, y yo respeto a todos. No me importa cómo se vistan para jugar”. La Federación Internacional de Voley Playa (FIVB) modificó de cara a los Juegos Olímpicos de Londres 2012 los estándares que regulaban el tamaño de los uniformes para evitar posibles discriminaciones y acomodar la diversidad cultural y religiosa.

Por lo tanto, la laicidad no es un derecho de la persona que se esgrime para limitar el ejercicio de otro derecho. No estamos ante un conflicto de derechos sino ante un principio del Estado relativo al tipo de relación institucional entre las autoridades públicas y las confesiones religiosas. Por ejemplo, en el caso del empleo del velo integral en los espacios públicos, el Consejo de Estado francés sostuvo que el principio de laïcité no puede justificar una prohibición general abstracta que limite los derechos implicados en el uso del velo islámico integral.

Conclusión: ¿Dónde quedaron la “Liberté, égalité, fraternité” ?

El paternalismo abusivo de líderes políticos con argumentarios ramplones se abre paso en una sociedad que parece haber olvidado los valores republicanos más universales: la libertad y dignidad individual, la igualdad en el ejercicio de la libertad y la fraternidad como regla de otro de la convivencia social entre iguales. En una encuesta de Ifop publicada por Le Figaro, el 64 % de la población francesa está en contra del burkini en las playas, sólo el 6 % lo defiende. Las playas se equiparan a las calles, donde llevar símbolos religiosos llamativos también es rechazado por dos tercios de los franceses. Es preciso recordar que el burkini, que no impide la identificación de la persona, y el burka que puede ser removido por motivos de seguridad, o a efectos de identificación en los controles de seguridad, son prendas distintas que han sido equiparadas de forma malintencionada por medios de comunicación y políticos. Y la opinión pública se ha hecho eco de esta perspectiva errada.

La polémica de este verano se ha querido leer bien en clave de defensa de la sociedad francesa (en palabras del alcalde de Niza, David Lisnar, “no prohibimos el velo, ni la kipá, ni las cruces. Simplemente prohíbo un uniforme que es el símbolo del extremismo islamista”), o bien en clave de protección de la laïcité. Sin embargo, la cuestión tiene más que ver con otro tema de urgente planteamiento: qué debe y puede hacer el Estado democrático ante la diversidad. Se hace necesario disolver la hipertrofia de las sociedades europeas a fin de acomodar la libertad cultural y religiosa de todos sus ciudadanos. Lo más triste este verano ha sido comprobar como la democracia se ha convertido en su propia enemiga y sus valores más sagrados, la libertad, la igualdad y la fraternidad, han sido manipulados. Estos valores, insignias de la dignidad personal y garantes de la armonía social, se han utilizado para corroer sus mismos pilares democráticos.

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