Pocas palabras ilustran mejor las consecuencias que traen consigo las desapariciones forzadas, como las que encabezan esta entrada; escritas por Eduardo Galeano en su poema 30 de agosto, día que hoy conmemoramos.
Las desapariciones forzadas tienen su origen en la directiva Nacht und Nebel del Gobierno nacionalsocialista, por la cual se ordenaba que ciertos prisioneros fueran trasladados a Alemania en la más absoluta clandestinidad y sin dar referencia alguna de su paradero final a las familias. De esa forma, nadie tendría información acerca de su situación; algo que en la práctica suponía darle por muerto pasado un cierto período de tiempo, independiente de si tal era, finalmente, su suerte.
No obstante, las desapariciones, como técnica de represión contra el enemigo político, fueron popularizadas por las dictaduras latinoamericanas durante los años setenta y ochenta. Argentina, Uruguay, Paraguay, Guatemala, Chile o Brasil construyeron auténticos sistemas, perfectamente organizados, mediante los cuales hacían desaparecer a todo aquel sospechoso de no comulgar con los dictados del Gobierno. Únicamente gracias a la labor de organizaciones sociales como las Madres (luego Abuelas) de la Plaza de Mayo (en Argentina), así como al descubrimiento de los llamados “Archivos del Terror” en Paraguay, y el trabajo llevado a cabo por diferentes comisiones de la verdad en estas latitudes, hemos podido averiguar el modo en el que funcionaba la represión estatal y conocer de primera mano el padecimiento de aquellos que tuvieron que convivir con la ausencia de un ser querido.
La situación crítica que sufrió todo el continente americano, durante dos décadas de gobiernos dictatoriales, avivó la urgencia dentro de los sistemas de protección de derechos humanos por armar algún mecanismo de respuesta jurídica que pudiera amparar el derecho de los familiares a conocer el paradero de sus seres queridos. Tanto los órganos de Naciones Unidas, como de la Organización de Estados Americanos, ante la ausencia de una norma específica (ya interna o internacional) que sancionara la desaparición forzada, reinterpretaron la legislación internacional por entonces en vigor para poder condenar a estos Estados por no investigar el paradero de aquellos que ellos mismos hacían desaparecer.
Los esfuerzos de la comunidad internacional por paliar el sufrimiento de las víctimas de desaparición forzada, en estrecha colaboración con asociaciones de víctimas y defensores de derechos humanos, poco a poco comenzaron a dar sus frutos. Y es que no solo se empezó a condenar internacionalmente a estos Estados por dichas prácticas, sino que, a partir de los años noventa, el foco empezó a dirigirse a las leyes de amnistía que impedían jurídicamente cualquier intento de los tribunales por condenar penalmente a los máximos responsables de hacer desaparecer a su propia población. Chile, Argentina, Perú o Guatemala son gratos ejemplos, ya en el imaginario colectivo, de que la situación de impunidad de aquellos que utilizaron el aparato del Estado contra la oposición pudo eliminarse.
Teniendo lo anterior como base necesaria, y trasladándonos al otro lado del Atlántico, en España, la pregunta que nos hacemos es: si en estos Estados se pudo combatir la impunidad de aquellos que directamente daban las órdenes de hacer desaparecer a los opositores, ¿por qué no aquí?
Seguramente la respuesta necesitaría ser no solo respondida por juristas, sino por historiadores, sociólogos, filósofos, politólogos y demás disciplinas, debido a la multitud de factores que han de ser estudiados para comprender cómo se realizó la transición a la democracia en España; como desde muchas tribunas se ha puesto de manifiesto, hay una gran diferencia entre que un dictador sea depuesto por su propia ciudadanía, a que muera en la cama.
El conformismo imperante en la sociedad española hacia la impunidad de la que disfruta el franquismo hace que los más de ciento cincuenta mil desaparecidos (registrados) de la Guerra Civil y el franquismo hayan sido entendidos como el “necesario precio” a pagar por disfrutar una democracia formal y una cierta paz social. Sin embargo, muchos nos resistimos a aceptar que el sufrimiento de todas aquellas familias sea interpretado como una simple moneda de cambio.
Esta “aceptación” de que la impunidad es imprescindible para superar un pasado conflictivo no solo se ha impuesto en ciertos sectores de la sociedad española, sino que ha impregnado gran parte del Poder Judicial español. El Tribunal Supremo ya dejó sentado en febrero de 2012 que la Ley de amnistía, que sustenta el relato oficialista de la transición, es jurídicamente compatible con las obligaciones internacionales de España. Sin embargo, esta es una interpretación que, a nivel internacional (y podemos aventurarnos a afirmar que a nivel de la mayoría de las jurisdicciones nacionales), no sostiene organismo alguno, puesto que impide la investigación penal de las desapariciones (y demás crímenes) que ocurrieron en España entre 1936 y 1977. Más aún cuando nuestro Código Penal no tipifica el delito de desaparición forzada acorde a los estándares internacionales.
Con la vía de la jurisdicción nacional cerrada a cal y canto, actualmente, la única alternativa abierta para las víctimas de desaparición forzada en España se encuentra en el procedimiento abierto en Argentina y en la posible acción que desde los organismos especializados de Naciones Unidas pueda llevarse a cabo (Grupo de Trabajo de Desapariciones Forzadas e Involuntarias, Comité contra la Desaparición Forzada y Comité de Derechos Humanos); toda vez que la vía del Tribunal Europeo de Derechos Humanos parece definitivamente cerrada después de, ya, ocho negativas, por razones más que (jurídicamente) discutibles.
Lastimosamente, todo este enjambre jurídico nubla la dura realidad española a la espera de que se pueda hacer justicia: los muertos seguirán sin tumbas y las tumbas seguirán sin nombre.