La sentencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo por la que se revoca la absolución dictada por la Audiencia Nacional del músico y escritor César Strawberry es una pésima noticia para la libertad de expresión, en línea con la progresiva desactivación de los derechos fundamentales de los ciudadanos por parte de los poderes públicos, en este caso, del poder judicial.
Los hechos juzgados se refieren a los tuits publicados por Strawberry entre noviembre de 2013 y enero de 2014, en los que decía:
«el fascismo sin complejos de Aguirre me hace añorar hasta los GRAPO»; «a Ortega Lara habría que secuestrarle ahora»; «Street Fighter, edición post ETA: Ortega Lara versus Eduardo Madina»; «Franco, Serrano Suñer, Arias Navarro, Fraga, Blas Piñar… Si no les das lo que a Carrero Blanco, la longevidad se pone siempre de su lado»; «Cuántos deberían seguir el vuelo de Carrero Blanco»; «Ya casi es el cumpleaños del Rey. ¡Que emoción!. Otro usuario le dice: «ya tendrás el regalo preparado no? Qué le vas a regalar?” Contesta: «un roscón-bomba».
La Audiencia Nacional absolvió a Strawberry por considerar que en ninguno de los tuits quedaba acreditado que tuviera intención de enaltecer el terrorismo, ni debidamente contextualizados e interpretados tenían aptitud para humillar a las víctimas.
El Tribunal Supremo, contrariamente, considera que no es relevante la voluntad que tuviera Strawberry con los tuits y que entran de lleno en el llamado discurso del odio, por lo que además de no obtener la protección del derecho constitucional a la libertad de expresión constituyen un delito de enaltecimiento del terrorismo y de humillación a las víctimas (art 578 CP). Para ello hace su propia interpretación del significado de los tuits al margen de lo que con ellos quisiera expresar su autor, a lo que no da ningún valor.
La sentencia adopta formalmente la habitual técnica de ponderación del derecho a la libertad de expresión que hace el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que si bien reconoce de forma amplia este derecho, no lo considera ilimitado y admite que sea restringido en determinados casos. Frente a este derecho está el del resto de los ciudadanos y existen también razones de interés público para su limitación, entre ellas, evitar que se produzca lo que se ha venido a llamar “discurso del odio”.
El problema surge cuando lo que debería ser excepcional –la limitación del derecho- se convierte, si no en algo generalizado, sí en muy habitual, al alcance de determinadas políticas, intereses o ideologías, al desvanecerse el sistema de garantías jurídicas y jurisdiccionales establecidas constitucionalmente para la protección de los derechos fundamentales de los ciudadanos.
El recurso al discurso del odio, que recordemos, no es un concepto jurídico sin que tampoco tenga un claro contenido predeterminado, se ha convertido en un verdadero mantra, ingrediente estrella, a modo de gran comodín, que sirve de fundamento coartada para que determinados actores jurisdiccionales de ideología singularmente conservadora, impongan su visión y puedan llevar a cabo restricciones ilegítimas del derecho a la libertad de expresión, aportando su grano de arena en la mordaza que se quiere imponer a los ciudadanos al servicio de una determinada ideología. El discurso del odio ha sido desgajado de cualquier consenso legitimador y se ha convertido en una mera etiqueta-instrumento al servicio de una jurisdicción híper conservadora, que no duda de incluir en su interior, a su voluntad, lo que le interese para conseguir imponer un resultado.
En el caso que nos ocupa el Tribunal Supremo ha decidido, además, hacer un análisis descontextualizado, puramente formal, literalista, sesgado y tendencioso de lo que claramente constituye un discurso cultural y político, con el que simplemente no está de acuerdo y que además le resulta odioso, y no duda en calificarlo de discurso del odio.
A la hora de valorar la protección que se debe dar a la libertad de expresión es necesario distinguir claramente ante qué clase de discurso nos encontramos. El nivel de protección que se debe dar a este derecho varía considerablemente dependiendo de la clase de expresión de que se trate, lo que puede influir no solo en su contenido, también en el tono y la forma del mensaje. El derecho a la libertad de expresión recoge también el derecho a la ideología y singularmente a la ideología política; en el mismo plano, también el discurso cultural en todas sus manifestaciones y especies. Son muchos los factores a tener en cuenta a la hora de valorar un determinado discurso de cara a su protección como ejercicio de un derecho fundamental.
La razón de por qué la libre expresión de ideas y opiniones merecen además una protección especial, la encontramos en que es una base o sustento colectivo imprescindible para cualquier concepto que se tenga de democracia y en cuanto que también supone una forma de participación política de los ciudadanos, no solo perfectamente legítima, sino sobre todo deseable y necesaria, y más en estos momentos de grave crisis de legitimidad democrática.
Los poderes públicos, incluido el poder judicial, tienen el inexcusable deber de proteger este derecho, siéndole además exigible al judicial -como instancia de garantía jurisdiccional de este derecho- una posición política neutral, además de la consabida independencia e imparcialidad que de siempre le debe caracterizar en sus actuaciones. Hablamos de un poder judicial no sectario, al servicio de todos los ciudadanos.
Pues bien, la sentencia del Tribunal Supremo abdica de esta posición y entra en liza contra el discurso cultural y político de Strawberry, pero lo hace de la peor manera posible: negándole su esencia política, utilizando un totalitario y abusivo discurso de la negación y de la exclusión. No tiene en cuenta ni respeta el pensamiento del otro. Lo hace enfrentándose con él de forma intolerante, utilizando un contra-discurso lleno de corrección formal, pero con la extraordinaria violencia que representa la imposición autoritaria de convicciones, sin verdadero análisis jurídico. Evidencia una absoluta falta de respeto hacia las ideas y posiciones que subyacen en el discurso que limita y que incrimina penalmente, simplemente porque ni lo entiende, ni lo comparte ni le interesa, lo mismo por su formas que por su contenido, pero sin referirse de ninguna manera a él. Tampoco interesa quién sea su autor ni lo que pretenda comunicar con su discurso.
Pero debe recordase que César Strawberry tiene una larga y sólida carrera como artista, siempre ligado a la contracultura o a la cultura disidente. Las letras de sus canciones están trufadas de juegos metafóricos mordaces e irónicos, siempre provocadoras y gamberras, tan características del espíritu de los ‘80 y los `90 y así ha venido actuando desde entonces. Lo único nuevo en su forma de expresión artística es el medio, Twitter, pero en su esencia sigue siendo lo mismo. La sentencia del Tribunal Supremo no tiene nada de esto en consideración y hace su propia interpretación del contexto e intención de los tuits.
Lo expresa muy gráficamente el voto particular del magistrado Perfecto Andrés: “.. Las seis frases publicadas …recogidas en los hechos probados son, ciertamente, de su personal responsabilidad, pero, como fenómeno, no constituyen un dato aislado. Por el contrario, resultan ser fielmente expresivas de la subcultura de algunos grupos sociales, integrados preferentemente por sujetos jóvenes, duramente maltratados, en sus expectativas de trabajo y vitales en general, por las crueles políticas económicas en curso desde hace ya un buen número de años. Forman, pues, parte de una manera difusa de reaccionar, de contestar, aquí exclusivamente en el plano del lenguaje, la cultura de un establishment del que, no sin razón, se consideran excluidos. Es, por decirlo con el vocablo a mi juicio más adecuado, un modo de épater. Esto es, de provocar o de escandalizar …. No van, ni debe llevárselas, más allá.”
Es en este plano en el que debe ser analizado el discurso de Strawberry, as menciones y referencias procaces a situaciones de nuestra historia política pasada con fenómenos terroristas afortunadamente superados o a personas víctimas de terrorismo deben ser interpretadas en el único sentido válido que lo hace la sentencia absolutoria de la Audiencia Nacional. No es ni añoranza por la vuelta del terrorismo ni puede sanamente entenderse así, es en todo caso un exceso discursivo como estilo de expresión de un determinado contenido político.
Las personas a las que se refiere son significadas públicamente y se mantienen activas en la vida pública y en la escena política, lo que las hace especialmente susceptibles a críticas por su actividad. En otro caso sus ideas y posición política tuvieron un determinado significado con el que se puede mostrar radical desacuerdo, además de estar insertas en otros momentos de nuestra historia respecto del que ya existe suficiente distancia temporal y política.
Tampoco que Strawberry utilice juegos metafóricos mordaces, irónicos e irrespetuosos con mofa intencionada de ingredientes que parecen ser tabú, incluidas dichas personas, para expresar determinadas opiniones, no permite olvidarse de cuál es su intención con ello; ni dar un salto en el vacío introduciendo ingredientes que no existen en el discurso original, deformando el mensaje hasta hacerlo caber en una particular visión del discurso del odio.
Lamentablemente, no es la primera vez que el Tribunal Supremo ha actuado de la misma manera y ha perdido pie a la hora de abordar estos temas. La última palabra no está dicha ya que con toda seguridad el Tribunal Constitucional deberá pronunciarse y en última instancia el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que aparece como el tribunal que sin duda tiene la mejor posición para no verse condicionado por el sectarismo ideológico y falta de sentido de lo jurisdiccional que impregna a nuestros más altos tribunales ante determinadas materias