Defending civil and liberties rights

Las libertades en tiempos de excepcionalidad pandémica

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La enorme conmoción causada por el coronavirus también debe llevarnos a valorar su impacto en nuestro sistema de garantías, derechos y libertades.

La irrupción de una pandemia implica necesariamente consecuencias de carácter sanitario, económico y social. Además, la enorme conmoción causada por el coronavirus también debe llevarnos a valorar su impacto en nuestro sistema de garantías, derechos y libertades. De hecho, se trata de una prueba relevante sobre la solidez de nuestras instituciones, los mecanismos de control del poder y los posibles excesos en las actuaciones estatales.

El marco jurídico principal de actuación suscita dudas razonables. El contenido del decreto que regula el estado de alarma impone un confinamiento domiciliario que ha generado restricciones muy relevantes del derecho fundamental a la libre circulación. Y han sido numerosos los juristas que han cuestionado su adecuación al artículo 11 de la Ley Orgánica 4/1981. El debate se ha centrado en si esta regulación del estado de alarma encaja en la idea de libertad con límites (de acuerdo con la ley orgánica) o más bien supone un confinamiento con excepciones (contrario a la regulación legal, como sostienen los juristas más críticos con el decreto). No podemos olvidar que la naturaleza de las disposiciones del estado de alarma imposibilita de facto el ejercicio del derecho fundamental de reunión y manifestación.

Los juristas disconformes con la regulación del estado de alarma alegan que la limitación de derechos fundamentales que provoca solo sería compatible con la declaración del estado de excepción. Se trata de una opinión muy discutible, porque en ese caso el remedio podría ser bastante peor que la enfermedad. El estado de excepción está previsto para supuestos de grave alteración del orden público y permitiría al gobierno suspensiones de los derechos fundamentales de enorme entidad. No se aprecia ese encaje legal del estado de excepción en la presente emergencia sanitaria, pues otorgaría al poder ejecutivo atribuciones desorbitadas en relación con la realidad de esta pandemia, sin habilitación legal para ello, lo cual supondría una manifiesta inconstitucionalidad. En cambio, la ley orgánica sí contiene una previsión expresa del estado de alarma para las situaciones vinculadas a epidemias. En consecuencia, la conclusión sería que la legislación vigente hace viable la declaración del estado de alarma en el presente caso, pero no ha delimitado con precisión todas las situaciones posibles que afectan a la libertad de circulación en una situación de epidemia, probablemente por falta de precedentes inmediatos.

Ante las citadas dudas de delimitación, habrá de ponderarse si el contenido de la declaración de estado de alarma se ajusta esencialmente a la legislación y a la emergencia sanitaria existente. La pregunta obligatoria será si las medidas acordadas son las más adecuadas para la ciudadanía, desde una perspectiva de protección de la salud pública. En líneas generales, la respuesta es que apenas se han planteado alternativas sanitarias al confinamiento decretado. Las medidas están respaldadas por abundantes dictámenes científicos y apoyadas por la Organización Mundial de la Salud. Son similares a las decididas por otros países en la misma situación. Por ello, las dudas existentes pueden resolverse en el sentido de que lo acordado cumple esencialmente los criterios de justificación, necesidad y proporcionalidad. Considerar que la plena libertad de circulación resulta preferente colisionaría con el derecho a la integridad física y con el derecho a la vida de otras personas, por lo que las medidas del estado de alarma contarían con suficiente cobertura legal y constitucional. En todo caso, nos encontramos ante un supuesto dudoso, controvertido jurídicamente, lo cual habría de conllevar cierta mesura en la ejecución estatal de las medidas del estado de alarma.

La escenografía oficial adoptada no ha ido en la dirección más apropiada para favorecer esa aconsejable contención. La presencia en las comparecencias ministeriales de altos cargos policiales y militares, con declaraciones a veces poco afortunadas, estimula la percepción de un marco general de primar el orden público a toda costa, por encima de las libertades. Lo mismo ocurre con las metáforas bélicas, las apelaciones a la militarización cívica o la activa presencia de tropas en las ciudades.

Este tono gubernamental militarizado se ha acompañado con planteamientos de defensa de una verdad oficial única y con insuficiencias informativas. La suspensión del portal de transparencia ha acentuado esas carencias. Más inquietantes aún son los avisos sobre monitorizar policialmente las redes sociales, para convertir en delitos de odio lo que a menudo no son más que duras críticas políticas. Sin duda, el derecho a difundir información veraz no incluye la difusión de bulos tóxicos, pero no es el poder ejecutivo quien debe decidir sobre la propagación de contenidos. Su función consiste en incrementar los flujos de información.

Por otro lado, durante las últimas semanas han circulado bastantes grabaciones que evidencian un uso innecesario o desproporcionado de la fuerza policial contra personas que se encontraban en la vía pública. Y esto ha sucedido en el citado contexto de sobredimensión de la protección del orden público, lo cual explica que esas intervenciones inadecuadas de las fuerzas de seguridad hayan sido respaldadas peligrosamente por parte de la ciudadanía. Se trata de excesos policiales minoritarios, pero deberían haber sido desautorizados por los responsables políticos, porque en determinadas situaciones puede parecer que quien calla también otorga.

En este mismo contexto, el Ministerio del Interior ha cursado instrucciones a las fuerzas de seguridad para que formulen denuncias por el quebrantamiento de las medidas de confinamiento. Estas prescripciones incluyen que se acuerde una propuesta de sanción por desobediencia leve por la mera inobservancia de la cuarentena, aunque los agentes no hayan dirigido una orden previa a la persona afectada. Dicha interpretación extensiva no parece encajar en lo dispuesto en el artículo 36-6 de la Ley de Seguridad Ciudadana. De hecho, resulta abiertamente contradictoria con una instrucción precedente del propio Ministerio del Interior, emitida antes del estado de alarma. Cabe añadir que dicha infracción administrativa procede de la despenalización de la falta de desobediencia leve; y la jurisprudencia había determinado para su concurrencia (al igual que con la desobediencia grave) el requerimiento previo del agente. No puede sorprender que la Abogacía del Estado haya formulado objeciones jurídicas bastante sólidas a esta interpretación del Ministerio del Interior. La afectación a las libertades puede valorarse con el dato nada insustancial de que los agentes han impuesto hasta ahora más de 600.000 propuestas de sanción, además de practicar bastantes detenciones (difícilmente justificables ante la inexistencia de delito).

Otra extralimitación policial llamativa es la que se refiere a la imposición de los productos de la cesta de la compra, con listas curiosas en las que se considera que el helado es un alimento básico, pero no el chocolate. También han resultado extrañas otras prohibiciones policiales, como la de estar en azoteas o espacios comunes de los edificios, a pesar de no estar regulada esa restricción en el decreto. Estas decisiones y otras semejantes nos muestran los elevados riesgos de aprobar normas de textura muy abierta y poco definida. El resultado es que las fuerzas de seguridad pueden acabar convirtiéndose en poder legislativo de hecho, con todas las grietas que ello supone para la seguridad jurídica.

En este mismo ambiente de liquidez de algunos derechos se han producido varias resoluciones judiciales que acuerdan la condena por delito de desobediencia grave sin requerimiento previo del agente (a pesar de la jurisprudencia indicada). También se ha acordado el destierro de un investigado por un hipotético delito de odio consistente en difundir un vídeo en el que afirmaba que iba a contagiar a la gente de una población (a pesar de la vinculación de la referida infracción penal con determinados colectivos vulnerables).

El catálogo de actuaciones dudosas se puede completar con anuncios de posibles confinamientos de personas contagiadas en hoteles o pabellones deportivos, incluso contra su voluntad (sin especificarse claramente la intervención judicial en estos asuntos). Y sin olvidar la adopción de determinadas medidas de geolocalización de ciudadanos con fines de protección de la salud pública; aunque actualmente se practican con el tratamiento anonimizado de sus datos, existe un riesgo relevante de uso posterior de los mismos de manera contraria al derecho fundamental a la intimidad, por lo que resulta necesaria una vigilancia especial de este tipo de iniciativas.

Todo ello representa un impacto en las libertades de cierta entidad. No podemos compartir las admoniciones apocalípticas de que está en riesgo el sistema democrático o el Estado de Derecho. Pero tampoco debemos minusvalorar los retrocesos en materia de derechos que se están manifestando, sobre todo porque la situación de emergencia puede prolongarse. Menos aún se puede ignorar que a menudo las regresiones tienen tendencia a consolidarse. No son aceptables las justificaciones de que nos encontramos en situación de excepcionalidad. Los derechos se constituyen especialmente para limitar al poder en situaciones de excepcionalidad. En circunstancias ordinarias hay menos incentivos para los excesos estatales. Hay que seguir insistiendo en que resulta absolutamente posible la actuación contra la pandemia desde el máximo respeto a nuestro sistema de garantías, derechos y libertades.

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