De un tiempo a esta parte Europa ha sufrido un cambio –a peor- por el cual los tan manidos valores democráticos y occidentales pasan de forma lenta y firme a mejor vida. La crisis migratoria, agudizada en los últimos años, saca los colores a unas instituciones europeas que cada vez tienen menos de unión y más de conglomerado en el que cada país hace “la guerra por su cuenta”.
La política no es ajena a la crisis migratoria, de la que hace un uso electoralista, xenófobo y racista que ha derivado en un desviamiento de las políticas europeas a la derecha más ultra, cercanas a los discursos predicados por Marine Le Pen y opuestas al planteamiento integrador y unionista de los inicios de la UE.
El discurso del odio de la política hacia los migrantes, asociándolos continuamente, y con la connivencia de los medios de comunicación, al terrorismo y a delitos como agresiones sexuales, robos o violencia calan en la población, que acepta recortes drásticos en las libertades y derechos ya no solo a los migrantes, sino a todos. Bajo la excusa de la seguridad y la protección de valores europeos y democráticos, la política europea encuentra el caldo de cultivo ideal para aplicar en poco tiempo un amordazamiento de los derechos y libertades que se tardaron años en conseguir.
El cuestionamiento del espacio sin fronteras Schengen es quizá el ejemplo más significativo de la relación entre racismo, xenofobia y el recorte de libertades y derechos. Son ya varios los países que, sobre todo tras agravarse la crisis de refugiados, han decidido hacer excepciones y volver a usar las fronteras internas. Alemania la ha aplicado sobre todo con Austria, a priori temporalmente pero con expectativas de hacerlo indefinidamente. Austria ha construido una valla al estilo español en su frontera con Eslovenia. Francia, a raíz de los atentados de París, ha impuesto como medidas –en principio de excepción- la instauración de controles en aeropuertos y fronteras. Noruega también sigue el ejemplo francés, enfocándose especialmente en los puertos. El factor común es el uso del miedo en varias de sus formas.
Pero si bien en cuanto a las fronteras la situación avanza hacia el cierre, los países no pierden el tiempo a la hora de legislar en favor de normas cuya base es el racismo, la xenofobia y en muchos casos la islamofobia que desde los discursos políticos se propaga a diario y a la que los atentados terroristas dan el fuego necesario para su propagación.
Así es cómo la Unión Europea observa en silencio leyes como la aprobada por Dinamarca, según la cual podrán requisar dinero, joyas y otros objetos de valor a los refugiados que lleguen al país danés, con el fin último de minimizar su atractivo para reducir las llegadas.
Por su parte, Hungría ha endurecido también sus leyes, estableciendo tres años de cárcel a todo aquel que se encuentre en situación irregular en el país y contemplando penas de hasta cinco años a los que traten de cruzar la frontera y dañen la alambrada de 175 kilómetros colindante con Serbia.
En Alemania se aprobó que los solicitantes de asilo que finalmente no consiguieran el estatus de refugiados, aunque recibieran asistencia por razones humanitarias, no estuvieran capacitados durante dos años a pedir la reagrupación familiar.
España no se ha quedado atrás y tras los atentados de París puso en marcha el Pacto Antiyihadista, un documento muy al estilo de la Ley Mordaza que ya ha sido criticado incluso por la ONU, cuyos relatores especiales advirtieron que “amenaza con violar derechos y libertades fundamentales de los individuos”. Una vez más, bajo el mantra de la seguridad los políticos aprovechan para legislar de manera que los derechos de todos, y especialmente de ciertos colectivos, se vean limitados. Tal y como explican los relatores, el Pacto Antiyihadista “podría criminalizar conductas que no constituirían terrorismo” e incluso llevar “a restricciones desproporcionadas el ejercicio de la libertad de expresión”.
Son solo algunos ejemplos de cómo el racismo y la xenofobia, agravados en Europa a raíz de la crisis migratoria y los atentados terroristas, permiten que los discursos políticos basados en el odio afloren y se asienten en el espacio público. Escondidos en la excusa de la seguridad nacional y la preservación de los valores democráticos y occidentales, poco a poco se limitan derechos y libertades que de otra forma no sería posible hacer, ante la pasividad de una ciudadanía que debe ser capaz de reaccionar ante cada recorte para, como mínimo, mantener y garantizar los avances logrados.